"Llueve
mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como
toda la vida, aunque antes, las gotas de lluvia no existían. El sol brillaba
con sus inolvidables rayos. Penetraban en el interior de los bosques. Iluminaban
cada hoja, cada insecto, cada roca, cada flor. No había rincón que no recibiera
sus caricias. Y en la ciudad, las gentes caminaban alegres, rebosantes de
felicidad. Ni una sola tristeza afloraba en sus corazones. Sin embargo, una
nube apareció en el cielo.
Los transeúntes se extrañaron. Nunca antes habían visto algo así. Empezaron a correr por las calles. A resguardarse en sus hogares. A cerrar todos sus portones. Y a tapar los ventanales. Pero nada ocurrió. Pausadamente abandonaron sus escondites. Y retomaron sus andanzas personales. Eso sí, sin dejar de vigilar al gran desconocido que ocupaba lo eterno y lo casi inalcanzable.
Los transeúntes se extrañaron. Nunca antes habían visto algo así. Empezaron a correr por las calles. A resguardarse en sus hogares. A cerrar todos sus portones. Y a tapar los ventanales. Pero nada ocurrió. Pausadamente abandonaron sus escondites. Y retomaron sus andanzas personales. Eso sí, sin dejar de vigilar al gran desconocido que ocupaba lo eterno y lo casi inalcanzable.
Los días pasaban y la nube se acercaba al astro por excelencia. Hasta que una mañana oscura y triste, el sol desapareció. Desapareció para siempre. Lo que trajo destrucción a la ciudad. Lentamente, las casas fueron derruyéndose y los animales muriendo. Los columpios se quedaron sin ningún travieso que riera sobre ellos. Las oficinas comenzaron a cerrar sus puertas. Las plantas y las flores iniciaron entre gritos y lágrimas su eterno descanso. Nunca más volverían a disfrutar de la belleza de sus compañeras. Tan solo perduraron las malas hierbas. Habían nacido para ocupar los verdes campos. Después de tanto tiempo, lo habían conseguido.
Ahora
escribo esto desde mi ventana. La que será mi última carta. Solo veo
devastación. El viento arrecia. Y la lluvia cae mansa, pero también salvaje.
Quedamos muy pocos en la ciudad. De hecho, hace semanas que no escucho ruido en
la calle. Ni el motor de un coche. Ni la voz de un ser humano. Las luces de las
farolas parpadean sin cesar. Muchas de ellas se han apagado para siempre. Jamás
volverán a recibir electricidad. Y la niebla acaba de concebir su aparición. Solo
pido piedad. Las estrellas no se ven desde hace una eternidad. Y deseo
acariciarlas una vez más.
Cada
segundo que transcurre pienso en que no dolerá. Y que por su rapidez se
caracterizará. La nada lo ha invadido todo. Ya no hay marcha atrás.
No
sé cuándo será mi turno. Pero en cualquier momento puede llegar. Una enfermedad
ha ocupado lo que ya es un suburbio, sin ningún tipo de caridad. Una enfermedad
que se ceba con los más débiles y que aún no se puede curar. Va ocupando lentamente
cada lugar. Y obliga a la capital del Recuerdo a olvidar.
Espero
que los poblados de alrededor estén intactos. Llevamos años incomunicados. No
tenemos relación con el resto del mundo. Y no somos capaces de salir de este
infierno…
Un
momento. La lluvia aumenta. Las gotas están arreciando en el exterior. No puedo
distinguir la calle. Mi hogar está empezando a tambalearse. Las rachas de
viento son aún mayores. Creo que esto es el final. Después de tantas primaveras
así… Añoro los rayos de sol. La temperatura agradable. Y la felicidad que nos
rodeaba. Soy incapaz de olvidarlo.
Aunque
ahora, lo inolvidable se ha olvidado. Hasta siempre”.