Las palabras escritas se las lleva el viento
Invierno. Mi estación favorita. En la calle llueve. Y el
frío congela hasta los pensamientos de las personas más inteligentes. Yo sé que
lo soy. Pero ni si quiera las temperaturas heladas consiguen paralizar mis
neuronas. Soy listo. No hace falta que nadie me lo diga. Aunque quizá lo sea
demasiado. El éxito aún no me ha llegado. De todo el mundo es sabido que las
mentes más brillantes son las que menos suerte suelen tener. Yo soy de esos.
Una pena. Pero deseo tanto que la gente me reconozca cuando camino... Que se
quieran sacar una foto con su ídolo... Que las mujeres más bellas me pidan mi
número de teléfono… Algún día llegará. Lo sé.
Estoy muy nervioso. Mi amigo Pedro me llamará de un momento
a otro. Envié a su editorial el último libro que he escrito. Se titula ‘La hoja
que brotó del árbol fallecido’. Puede que sea demasiado profundo y sentimental.
Pero sé que se va a comercializar. Y que voy a ganar millones de euros. Sueño
con una casa en Miami con vistas a la playa. Con mujeres de medidas perfectas
sirviéndome la bebida. Se me ponen los pelos de punta solo de pensarlo. Un
momento. Estoy oyendo un ruido. Es mi móvil. Sí. Es Pedro.
-¿Dígame?-pregunto nervioso.
-Hola Juan. Soy Pedro-responde él amable y contento. Tengo
un muy buen presentimiento.
-¿Qué tal? ¿Todo bien?-la curvatura de mis labios es cada
vez más visible.
-Sí. Todo bien. Escucha… Tengo malas noticias. He estado
leyendo ‘La hoja que brotó del árbol fallecido’ y… Lo siento. Siendo sinceros,
no creo que se vaya a vender. Y tal y como está el mercado no me voy a
arriesgar. La empresa flaquea. Y no sabemos que nos depara el futuro. Lo
siento-pronuncia con un cambio de tono evidente.
-Vale. No pasa nada. Tranquilo. Lo entiendo. Ya hablamos en
otro momento-cuelgo. Una rabia inmensa sacude todo mi interior hasta que
empotro el móvil contra la pared. De repente, mi vida se desmorona. No entiendo
lo que ocurre. Tengo un don para la escritura. Pero no consigo el éxito que
quiero.
El reloj marca las 12 de la noche. Para mí, la mejor hora
para coger el ordenador y darle a las teclas. Aunque hoy estoy muy tradicional.
Así que me siento en la mesa con un lápiz y un papel para que las palabras
comiencen a salir solas. Quiero escribir sobre lo injusta que es la sociedad.
Me arrimo al folio. Poso la punta del lapicero sobre él. Nada. “Qué raro”, me
digo a mí mismo. Ni una letra si quiera. Sigo pensando. Creo que ya me viene
algo…
“Sociedad injusta
Sociedad vacía
Sociedad que me
elimina
Como ser…”
-¡¿Qué narices es esto?!-grito desesperado-No sé
continuarlo…
Me levanto de la silla. Camino hasta la cocina e
inmediatamente vuelvo al lugar origen. Así continuamente durante casi media
hora. Entonces me detengo. La cabeza me va a explotar. Me siento en el sofá.
-¿Ahora qué hago?
Probablemente, mi único defecto sea que me exijo demasiado.
En algunos momentos puede ser una ventaja. Pero en este instante está claro que
es un inconveniente. Si fuera conformista me iría a dormir y pensaría que la
inspiración llamaría a mi puerta nada más despertarme. Gracias a Dios, como no soy
así, decido ver una serie en el ordenador hasta que la motivación llegue a mi
mente y a mis dedos, ambos ágiles cual galgo.
La alarma del móvil suena muy cercana a mi oído. Intento
despegar mis párpados. No lo consigo. Segundos más tarde, repito la acción.
Esta vez lo logro. Cojo el teléfono y apago el sonido cruel y horroroso. Miro
la hora. Las 10.00h. “Me he dormido”, pienso. Ayer no conseguí redactar ni una
sola palabra. “Creo que tengo que empezar a preocuparme”.
Media hora después, desayunado y duchado, abro la puerta de
mi casa y me dirijo a realizar varios recados. Antes de abandonar el portal,
saco una llave minúscula del bolsillo y abro el buzón. Hay varias cartas.
Facturas, más facturas y una última del banco. De repente me acuerdo. Y mis manos
empiezan a temblar. Rápidamente rasgo la parte posterior y despliego el papel.
Solo leo una palabra. Lo que sirve para que el folio, mi dignidad y mi
autoestima caigan al suelo en bloque, provocando un surco de varios metros de
profundidad entre las baldosas marrones.
-Desahucio. No, eso sí que no-murmuro preocupado. Rescato la
carta. Reviso todas y cada una de las letras que conforman cada sílaba, cada
frase, cada párrafo. El banco me avisa de que si este mes no pago,
“procederemos a embargar su vivienda y sus enseres”. Durante la próxima media
hora, decenas de insultos, cientos de palabrotas y unas cuantas blasfemias son
los protagonistas de mi léxico. Tengo que conseguir dinero. Fácil y rápido.
Pero, ¿cómo? Lo único que sé hacer bien es escribir… Mi mundo se desmorona. Mi
mundo perfecto. Aunque si lo pienso, puede que no fuera tan perfecto…
Ya es de noche. Me he pasado el día entero maldiciendo a
todo aquel que me cruzaba por la calle. “Mira a ese qué jersey lleva, por
favor”. “¿Y ese pelo? ¿En serio?”. “Otro perro-flauta. Nos invaden”. Mis
piernas están inmóviles sobre la mesita que descansa delante de la televisión.
Soy incapaz de moverlas. Giro la cabeza. Veo mi móvil a mi derecha escondido
entre los cojines del sofá. Lo desbloqueo y veo dos llamadas perdidas de mi
madre. ¿Y si le pido dinero a ella? No creo que esté por la labor… Pienso en mi
padre. Él tampoco. Pasan los minutos y mi mirada se pierde en la inmensidad del
espacio-tiempo. Observo mi hogar. No es demasiado grande. Aunque la pequeñez no
le caracteriza. Es bonito. Lo decoré yo hace casi cinco años. Muebles de Ikea,
por supuesto. Pero lo más valioso que tengo es un cuadro que reposa sobre mi
cama. En su interior hay un texto escrito y firmado por el mismísimo Miguel
Delibes. Se trata de un fragmento de ‘La sombra del ciprés es alargada’.
Original, por supuesto. Y de un valor incalculable. Eso sí que no se lo van a
llevar.
Pasan las horas y mi mente continúa bloqueada. De repente,
mis neuronas vuelven a conectar. Está claro que necesito un milagro. ¿Y si
copiara alguna obra maestra disimuladamente? Mi motivación vuelve a hacer gala.
Me levanto del sofá, cojo el ordenador y comienzo mi búsqueda. Solo tengo que
ser hábil para que no se aprecie el plagio. Y, por supuesto, hace 30 años nací
con esa destreza.
Las dos semanas siguientes transcurren lentas y pausadas.
Apenas salgo de casa. Tan solo para cumplir con mi estricta alimentación. Me
ducho en contadas ocasiones y no enciendo la tele salvo para ver algún que otro
programa de debate. El reloj anuncia las 12 del mediodía y el calendario marca
el 20 de marzo. Hoy empieza la primavera. Y estoy seguro de que también
comienza en mi vida.
Dejo la computadora y entro en el baño para asearme. Me
preparo y me acerco a una reprografía cercana a la editorial de mi amigo Pedro.
Imprimo nada más y nada menos que 367 folios. Es mi obra de arte. La conciencia
no me reconcome. Me siento orgulloso de lo que he hecho. He plagiado un libro.
Pero no hay ningún sentimiento en mi interior de rechazo. Todo lo contrario.
-Tengo algo para ti-aviso a Pedro mientras entro en su
despacho.
-Dime. ¿Estás bien? No tienes buena cara-me interroga
preocupado.
-Estoy bien. Aunque he trabajado como nunca. Mira lo que te
traigo. Vas a caer rendido a mis pies. Y vas a querer publicarlo mañana
mismo-digo con mi autoestima por las nubes.
-Bueno. Lo leeré. La semana que viene te daré mi
veredicto-afirma con desgana.
Próximamente, el desenlace.