jueves, 28 de marzo de 2013

Sufrimiento Animal. Capítulo 5



Verano alargado

24 de agosto. Cielo azul. Temperatura de 29 grados y un silencio propio del invierno. El pueblo se estaba quedando vacío pero yo resistía a marchar. Había decidido alargar mis vacaciones estivales hasta la segunda quincena de septiembre. Era mi regalo por todo el trabajo de la temporada anterior. A parte de Veintidós, claro.

Eran las cuatro de la tarde y la paz reinaba en las calles.No se escuchaba ni una sola voz pero, media hora después mi timbre sonó y la galga se despertó. Rápidamente abrí la puerta. Sabía de quién se trataba. Vi a María más guapa que nunca. No tenía el rostro tan cansado como de costumbre y parecía más feliz y activa. Se había cambiado el uniforme de la asociación y lo había sustituido por una camiseta azul con escote, unos leggins negros  con un cinturón blanco a la altura del ombligo y unas manoletinas del mismo color que la parte de arriba. El pelo se lo había arreglado y caía en forma de cascada con un alisado perfecto y envidiable. No se había maquillado. Me demostró que una mujer puede ser preciosa sin echarse polvos en la cara, no como Alicia. Mi,todavía mujer, se pintaba todos los días al igual que las participantes de Mujeres y hombres y viceversa. Pero María era todo lo contrario.

-Buenas tardes-saludó sonriente. Me quedé observándola cinco segundos sin pronunciar palabra. Estaba bloqueado-¿Juan?
-Sí. Buenas tardes-dije cuando por fin me atreví a mover los labios. En esos instantes estaba demasiado nervioso.
-¿Te ocurre algo?-preguntó extrañada. Por suerte, mi galga salió al rellano a romper el hielo y le dio la bienvenida saltando sobre ella, meneando la cola de un lado a otro. María acarició su cabeza-Qué simpática es-Veintidós se marchó a su colchón y volvió el silencio. No sabía cómo afrontar la situación. Hacía muchos años que no me había visto ante algo así. Ante esa perfección imperfecta.
-¿Qué…qué haces a…aquí?-interrogué tartamudeando como consecuencia de mis nervios. Ella rió.
-He venido a traerte el perro de ayer. El Akita-se me había olvidado por completo.Me di cuenta de que una sonrisa había ocupado su rostro desde hacía un buen rato y se negaba a abandonarlo. De repente, unas ganas inmensas de besarla me asaltaron y mi corazón marchó a más de 100 latidos por minuto. Tenía que actuar ya.
-¿Dónde está?-pregunté, continuando con el tema del que hablábamos.
-Abajo en el coche, ¿me a…?
-¿Quieres que esta noche vayamos a tomar algo tú y yo?-cuestioné repentinamente y cortando su intervención.
-Sí-respondió sin un segundo de duda. Aquello fue todo  un alivio y los dos sonreímos como enamorados. Todo estaba saliendo a la perfección. Pero ese mismo día, ese todo se torcería unos cuantos grados.

Después de eso María y yo bajamos las escaleras del portal y salimos a la calle. Abrió el maletero de su coche y vi al Akita tumbado sobre unas mantas con un cono en el cuello. Bastantes heridas y golpes inundaban su piel y la pata posterior derecha estaba cubierta por una venda, aunque tenía mejor aspecto que el día anterior. Me miró. Vi pánico y nerviosismo en sus ojos. La calamidad que había sufrido ese perro era atroz. Su dueño le había atado a un árbol y le había asestado varios golpes, produciendo daños físicos y psicológicos. Así que, con cuidado, María lo sacó del vehículo, lo posó en el suelo y poco a poco caminamos los escasos metros que nos separaban hasta la puerta de mi casa. Veintidós bajó mientras recorríamos la distancia recibiéndolo con alegría y felicidad. Todavía me sorprendía lo activa que era ella después de haber padecido en sus propias carnes el maltrato animal en una horca.

Aquella noche el Akita no probó la comida que le puse en su cuenco. De hecho, no se movió del hueco que yo tenía reservado para dejar la leña de la chimenea. Ahí se sentía protegido y yo no le molesté. Entendí que era mejor que tuviera tranquilidad por lo menos, hasta el día siguiente. Veintidós se tumbó de manera que cerraba el lugar donde descansaba él para que nadie invadiera su estrecho escondite. Lo estaba cuidando. En ese momento empecé a darme cuenta de que el reino animal no es tan diferente del nuestro y juré que a partir de aquel momento iba a concienciar a las personas que todavía creían que los animales viven para servirnos. Me prometí a mí mismo que esa opinión, desde mi punto de vista, tan poco respetable, iba a desaparecer. Esa noche no sabía si lo conseguiría. Pero se convirtió en mi objetivo prioritario.

Era la una de la madrugada y abrí la puerta del bar. La tasca era como la de un pueblo olvidado por una provincia perdida. Seis o siete mesas con sus respectivas sillas mal puestas, suelo aparentemente sucio, personas viendo el fútbol, y tras la barra dos camareros de baja estatura, con calvicie y con una barriga asomada sobre el cinturón. Y en esa habitación, sentada en un sillón, una luz brillaba alrededor de una mujer. Una mujer sin maquillar, con un vestido azul-no muy ceñido-que llegaba hasta las rodillas con algo de escote. El pelo era el mismo que el de la tarde. Me miró. Le miré. Me sonrió.Le sonreí. Recorrí unos pasos y me senté con ella.

Yo me había vestido para la ocasión con la ropa que solía llevar. Una camisa de cuadros del mismo color que su vestido, unos vaqueros ajustados, unas zapatillas deportivas negras y, esta vez, saltándome mis normas, una elegante chaqueta oscura. Todo iba sobre ruedas hasta que dieron las dos en punto. Haciendo referencia a una de mis series favoritas, Cómo Conocí a Vuestra Madre, nunca ocurre nada bueno después de las dos de la mañana.

María recibió una llamada. Descolgó el teléfono móvil. Tan sólo pude escuchar: “dime” y después de unos segundos su rostro cambió por completo. Dijo: “oh Dios mío. Voy corriendo”. Su expresión se modificó repentinamente y la preocupación se coronó en ese momento como su sentimiento principal.
-Acompáñame, por favor-dijo con mucho nerviosismo después de guardar el celular. Sin preguntar qué ocurría, cogí su mano derecha y rápidamente abandonamos el bar.


martes, 19 de marzo de 2013

Sufrimiento Animal. Capítulo 4



Despedida y bienvenida

Un golpe. Dos golpes. Tres golpes. Cuatro golpes. Mientras corría hacia el pobre perro contaba cuántos impactos recibía. Sus gritos eran inmensos y mi corazón latía a un ritmo frenético. Tras unos segundos de carrera, miré atrás y observé que Veintidós había desaparecido. Inmediatamente me sentí en otra cruzada. No sabía si ayudar o buscar. Inconscientemente pensé en que en ese momento había un pobre animal indefenso por el monte. Pero no sufría. En cambio, el otro sí lo hacía. Sus ladridos retumbaban en cada montículo del campo. Dolían como cientos de puñaladas en el corazón. Por fin llegué.
-¡Qué cojones te crees que estás haciendo!-grité cogiéndolo del cuello y apartándolo del árbol. Vestía con un chubasquero verde, unos pantalones vaqueros y unas botas de monte. Su cabeza estaba cubierta por un gorro y tan sólo se distinguían sus ojos.
-Vete de aquí si no quieres acabar igual-respondió mientras me observaba atentamente. Su mirada era desafiante. Se clavó en mis ojos y una sensación de terror invadió mi cuerpo calado. También pensé que de alguna manera lo conocía. Me resultaba cercano.
-No pienso marcharme. Deja al perro en paz-avisé. En aquel instante sacó una navaja de su bolsillo derecho y temí lo peor. Pero no fue así. En vez de clavármela a mí, levantó su brazo y se la incrustó al perro en su pecho. Posteriormente golpeé su cabeza con mi puño diestro y cayó al suelo. Se levantó y se lanzó a por mí. Segundos después me encontré con él sobre mí en la hierba en pleno forcejeo mientras el animal perdía demasiada sangre. Finalmente le empujé y estampó su cabeza contra una gran piedra que se situaba a unos metros. Mientras yo desataba al animal del árbol, él permaneció tumbado sobre la tierra mojada sin apenas mover un músculo. Cogí al perro y me marché rápidamente.

Era un Akita precioso. Su cuerpo, ni grande ni pequeño, lo dominaba un color marrón claro, con todo el pelaje apagado por culpa de su terrible estado. Los golpes asestados por el desconocido, habían causado múltiples heridas y en el pecho la sangre empezaba a brotar de forma apresurada. Su cabeza colgaba en el aire y se movía de un lado a otro dependiendo de mis pasos. Las patas estaban suspendidas hacia el suelo por la gravedad y la cola descansaba entre ellas. No sabía si aún vivía. Me guiaba por su movimiento de respiración. Poco a poco el rastro de líquido vital que iba dejando por la montaña se incrementaba. El pobre perro estaba luchando intensamente por sobrevivir. La batalla que se labraba en su interior era una batalla cruel y sin sentido. Causada por la terrible mano del hombre, un ser audaz y despiadado capaz de realizar cualquier acto deleznable para su particular disfrute.

Los árboles me impedían correr más veloz. Y las raíces de éstos que sobresalían del suelo me aprisionaban en el interior del bosque. Parecía que la naturaleza no me permitía socorrer al Akita. Además, la lluvia se intensificaba cada minuto que despedía. Pero finalmente pude salir del monte. Cuando comencé a ver las casas del pueblo, cogí el teléfono móvil del bolsillo derecho con la mano del mismo costado y llamé al veterinario. De repente los astros se alinearon y la suerte corrió en mi favor. Él había ido a visitar a una compañera y cuando me cogió la llamada todavía se hallaba a tres kilómetros del poblado. En cinco minutos había llegado. Tras suplicármelo dos veces, él se marchó con el perro y yo fui a mi casa.

-Te llamaré en cuanto le opere-se despidió. Temía no volver a saber nada de él.

Eran las cuatro de la tarde. Veintidós me estaba esperando en el portal de mi edificio. En cuanto me vio vino corriendo a saludarme con una felicidad inmensa. Subí con ella para presentársela a Alicia. Su reacción fue extremadamente negativa. Sin embargo, no rebatió. Entré en mi habitación y vi a mi mujer haciendo las maletas para abandonar el pueblo. Su cara expresaba rabia y dolor. No entendía por qué. Yo tenía más argumentos para replicar.

-¿Qué haces?-pregunté sin saber por qué. Cada día que terminaba, le odiaba más.
-Me vuelvo a Bilbao. No quiero pasar ni un segundo más aquí-respondió ella sin ningún pudor.
-Vale. Vete-en aquel instante dejó de coger la ropa del armario. Se quedó mirándome unos segundos y, posteriormente, estalló. Estalló cual bomba nuclear. Empezó a encadenar una palabra tras otra sin ningún sentido. Apenas la escuchaba. El griterío que formó fue tal, que tuve que salir del dormitorio y encerrarme en el baño mientras varias lágrimas caían de mis ojos. Mientras ella continuaba con la explosión de su rabia, yo me miré en el espejo. De repente me di cuenta de todo. El pelo se me estaba cayendo del estrés. En vez de rubio como era antes, ahora tenía un color oscuro y feo. Además, se había convertido en algo grasiento y lacio. Las ojeras habían inundado mi rostro y emitían una sensación de cansancio continuo. Varios granos habían aflorado en mi piel facial. Una barriga cada vez más grande sobresalía de mi camiseta. Ya no era el de antes. Ya no era aquel joven al que todo el mundo halagaba y del que todo el mundo quería un beso. Me di cuenta de todo. Pero de repente, vi un haz de esperanza en mi interior. Todo lo había provocado ella. Que mi vida estuviera del revés era por su culpa. Para que mi vida volviera a ser lo perfecta que era antes, uno de los dos tenía que partir.

Salí del baño. Ella seguía gritando. Sin decir nada, cogí sus maletas y las tiré por la ventana. Se enfadó aún más.

-Cállate-impuse. Contra todo pronóstico, lo hizo. Era mi turno. Pero iba a ser muy breve-Tienes los cojones de gritarme y llamarme de todo cuando la que se ha estado tirando a otros has sido tú. Te recuerdo que me has puesto los cuernos cuatro veces en el último mes. Y te he perdonado porque creía en ti. No tienes corazón. Has jugado conmigo como has querido y para una vez que ayudo a un animal te cabreas por haberlo adoptado. No tienes sentimientos. No tienes nada. Vas a acabar todas las noches en una esquina arrastrándote por diez míseros euros. Pero dudo que te los paguen. Porque tú vales mucho menos. Fuera de mi vista. Fuera de mi casa. Fuera de mi vida-declaré en un tono desafiante continuo.

Se marchó.

Al día siguiente me desperté feliz por primera vez en muchos meses. Alicia se había ido y Veintidós había dormido conmigo en la cama. Pocos segundos después de abrir los ojos recibí una llamada. Era el veterinario.

-Juan. Tengo noticias-manifestó con una voz impasible.
-¿Qué ha ocurrido?-pregunté incorporándome bruscamente sobre el colchón y provocando que mi galga se asustara.
-Hemos conseguido salvarlo. Está sedado y en las próximas horas se despertará. Ha sido todo un éxito-respondió cada vez más alegre.
-Gracias a Dios-por fin respiré con alivio.
-Pero tenemos un problema. Necesitamos una casa en la que se recupere. Un hogar de acogida para su posterior adopción-sabía perfectamente por qué me había dicho eso. Él esperaba que ese hogar de acogida fuera el mío. Él lo esperaba y así fue.
-Tranquilo. Yo lo haré.

lunes, 11 de marzo de 2013

Sufrimiento Animal. Capítulo 3


Felicidad y tristeza

Veintidós me esperaba. Lo había encontrado el día anterior y todavía se recuperaba en la clínica. Tenía muchas ganas de acariciar su estropeado pelaje. En tan sólo 24 horas, mis sentimientos por ella eran inmensos. Probablemente más que los que tenía hacia mi mujer.

Alicia no me dirigía la palabra desde aquella llamada telefónica. Actuaba como una adolescente de 15 años. Y yo no aguantaba más. Así que sin despedirme de ella, me monté en el vehículo alquilado porque por su culpa el mío permanecía en el taller, y comencé un camino que se me haría larguísimo.

El sol había ocupado todo el terreno azul el día anterior. Se acababa el verano pero el otoño aún no se hacía sentir. La gente descansaba en sus casas estivales y las piscinas estaban a rebosar. Todo eso había ocurrido la jornada de ayer. Sin embargo, aquella noche un ejército de nubes había invadido el cielo y había desterrado al sol, haciéndose cargo de su desaparición. El resultado fue una lluvia intensa y una temperatura de 21 grados en la provincia soriana.

Cinco minutos después de haber abandonado el pueblo, la tormenta se intensificó hasta tal punto que sólo podía observar un metro de calzada. Decidí acercarme al arcén y parar el motor del coche hasta que la borrasca menguara. Mientras tanto, saqué una cajetilla de tabaco de la guantera izquierda y encendí el primer cigarrillo del día. Había fumado desde los 15 años hasta los 25. Con esa edad decidí dejarlo y ahora, un lustro después, había comenzado otra vez debido a los últimos acontecimientos relacionados con mi mujer.

Tras un cuarto de hora de intensa lluvia, la tormenta disminuyó su amenaza y yo pude continuar con mi camino. Conforme me acercaba a la capital, el cielo se iba aclarando y de vez en cuando se podía ver como el sol iba ganando terreno en su lucha contra las nubes. Muchas veces tenía la sensación de que las batallas que se sucedían en él eran una representación perfecta de las que ocurrían en mi interior. Pero eso ya lo explicaré más adelante.

Por fin llegué a Soria e impaciente aparqué en el primer lugar que encontré. Abrí la puerta de la clínica y vi a María con el veterinario. Ella estaba de espaldas hacia mí. Lloraba. Me temí lo peor.
-Hola-saludé preocupado mientras me acercaba a los dos y me posicionaba de tal manera que cerraba un triángulo frente al mostrador-¿Ha ocurrido algo? ¿Le ha pasado algo a Veintidós?
-No, no. Tranquilo-respondió el veterinario.
-Lo siento por preocuparte. Son temas personales-dijo María reprimiéndose las lágrimas. Se secó con un pañuelo usado que guardaba en el puño de su mano derecha, y sonriendo me invitó a cruzar la puerta que había a la izquierda de la mesa. Allí me esperaba la galga.

Estaba tumbada en el suelo entre la camilla y unos sacos de pienso. Al igual que el día anterior, no apartaba su mirada de mi cuerpo. Daba un paso y su cabeza se movía hasta encontrarme. Me detenía y apoyaba su cráneo sobre la colcha en la que descansaba. Volvía a caminar y sus ojos me buscaban desesperadamente. Segundos después me acerqué y con mi mano derecha acaricié su fina cabeza. En aquel momento, su cola comenzó a menearse de derecha a izquierda inundando todo su estrecho cuerpo de una felicidad inmensa. Unas pocas lágrimas aparecieron en las cuencas de mis ojos y recorrieron mi rostro. Me incorporé y me quedé unos segundos observándola.

Inmediatamente, su pata izquierda empezó a golpear mi pierna contraria. Con ese gesto me estaba suplicando más caricias. Me volví a agachar y repetí la acción anterior. A pesar de sus heridas y del infierno que atravesaba, estaba feliz. Estaba feliz como un perro que había nacido en el calor de un hogar. Y en donde todos los miembros de su familia lo habían aceptado.

En ese momento, el veterinario y María entraron en la sala. Sus sollozos se habían evaporado y parecía que se encontraba mejor. Por el contrario, él permanecía muy serio.

Salí de la clínica con Veintidós en brazos. El día empeoraba y varias nubes amenazaban tormenta. La chica de la asociación me acompañó hasta mi vehículo en una situación un poco incómoda. Sin pensarlo, hice una pregunta que jamás debería de haber hecho.
-¿Qué te ocurría?
-Problemas en la asociación. No puedo más. Muchas veces me he preguntado a mí misma por qué tengo la vocación de salvar a  los animales. Con lo fácil que sería ver uno muriéndose y pasar de todo como hacen bastantes personas. Pero es imposible-otra vez rompió a llorar. Yo también me derrumbé. María era la típica mujer en la que no te fijas cuando la conoces. Pero  van transcurriendo los días y te das cuenta de su personalidad y de su físico real. Parecía una persona increíble.

Cuando metí a Veintidós en el maletero-con todos los mecanismos reglamentarios ya incluidos-di un abrazo a María. Ella lo recibió con sorpresa pero a la vez con una gran gratitud. Durante unos segundos permanecimos en él hasta que cuando nos separamos, vi su inmensa belleza. Sus ojos eran de un azul marino oscuro precioso. Su cabello liso, castaño, enmarañado y con mechas rubias, llegaba hasta sus hombros. En la frente sufría un perfecto giro de derecha a izquierda. Su nariz era de un tamaño idóneo acorde con su fino rostro. La piel no padecía ni una sola arruga ni una sola erupción. Era lisa como la de un bebé. Todo su cuerpo desprendía un olor a fresa que invitaba a acercarte más. Ese abrazo, fue un antes y un después en nuestra relación.
-Muchas gracias. Lo necesitaba-respondió ella.
-Verás. He estado pensando y creo que voy a ayudaros en todo lo que pueda con La Caseta por lo menos hasta final de verano.
-¿En serio?-un brillo inundó su mirada y su expresión facial. Se le habían esfumado de encima 10 años como mínimo-Muchísimas gracias-me abrazó. Éste fue incluso más intenso que el anterior.

Tras una corta despedida, comencé el camino de vuelta hacia el pueblo. Una ligera lluvia volvió a mojar las hojas de los árboles y la carretera comarcal. El cielo no amenazaba como antes así que me permití aumentar la velocidad de mi coche. Tenía un control extremo y jamás había sufrido un accidente.

Después de unos minutos llegué a mi casa. Era mediodía y probablemente mi mujer había quedado con sus amigos en el bar de la calle del centro por lo que decidí dar el primer paseo a Veintidós. Durante el camino no pudo parar de mover la cola. Su felicidad era tan inmensa que cada pocos segundos me pedía caricias. La escasa lluvia que caía en esos instantes me permitió adentrarme en el monte. Como había demasiado barro, simplemente paseé por un camino que lo cruzaba.

De repente, la lluvia se intensificó y Veintidós comenzó a tirar de la correa hacia atrás. Miré en dirección contraria y vi cómo un hombre vestido con un chubasquero ataba a su perro a un árbol y lo maltrataba a base de golpes con un bate de béisbol. Mis piernas corrieron solas hacia el lugar de los hechos. Sin querer solté la correa y mi galga se marchó.