Felicidad y tristeza
Veintidós me esperaba. Lo había encontrado el día anterior y
todavía se recuperaba en la clínica. Tenía muchas ganas de acariciar su
estropeado pelaje. En tan sólo 24 horas, mis sentimientos por ella eran
inmensos. Probablemente más que los que tenía hacia mi mujer.
Alicia no me dirigía la palabra desde aquella llamada
telefónica. Actuaba como una adolescente de 15 años. Y yo no
aguantaba más. Así que sin despedirme de ella, me monté en el vehículo
alquilado porque por su culpa el mío permanecía en el taller, y comencé un
camino que se me haría larguísimo.
El sol había ocupado todo el terreno azul el día anterior. Se
acababa el verano pero el otoño aún no se hacía sentir. La gente descansaba en sus casas estivales y las piscinas estaban a rebosar. Todo eso había
ocurrido la jornada de ayer. Sin embargo, aquella noche un ejército de nubes
había invadido el cielo y había desterrado al sol, haciéndose cargo de su
desaparición. El resultado fue una lluvia intensa y una temperatura de 21
grados en la provincia soriana.
Cinco minutos después de haber abandonado el pueblo, la
tormenta se intensificó hasta tal punto que sólo podía observar un metro de
calzada. Decidí acercarme al arcén y parar el motor del coche hasta que la
borrasca menguara. Mientras tanto, saqué una cajetilla de tabaco de la guantera
izquierda y encendí el primer cigarrillo del día. Había fumado desde los 15
años hasta los 25. Con esa edad decidí dejarlo y ahora, un lustro después, había
comenzado otra vez debido a los últimos acontecimientos relacionados con mi
mujer.
Tras un cuarto de hora de intensa lluvia, la tormenta
disminuyó su amenaza y yo pude continuar con mi camino. Conforme me acercaba a
la capital, el cielo se iba aclarando y de vez en cuando se podía ver como el
sol iba ganando terreno en su lucha contra las nubes. Muchas veces tenía la
sensación de que las batallas que se sucedían en él eran una representación
perfecta de las que ocurrían en mi interior. Pero eso ya lo explicaré más
adelante.
Por fin llegué a Soria e impaciente aparqué en el primer
lugar que encontré. Abrí la puerta de la clínica y vi a María con el
veterinario. Ella estaba de espaldas hacia mí. Lloraba. Me temí lo peor.
-Hola-saludé preocupado mientras me acercaba a los dos y me
posicionaba de tal manera que cerraba un triángulo frente al mostrador-¿Ha
ocurrido algo? ¿Le ha pasado algo a Veintidós?
-No, no. Tranquilo-respondió el veterinario.
-Lo siento por preocuparte. Son temas personales-dijo María
reprimiéndose las lágrimas. Se secó con un pañuelo usado que guardaba en el
puño de su mano derecha, y sonriendo me invitó a cruzar la puerta que había a
la izquierda de la mesa. Allí me esperaba la galga.
Estaba tumbada en el suelo entre la camilla y unos sacos de
pienso. Al igual que el día anterior, no apartaba su mirada de mi cuerpo. Daba un paso
y su cabeza se movía hasta encontrarme. Me detenía y apoyaba su cráneo sobre la
colcha en la que descansaba. Volvía a caminar y sus ojos me buscaban
desesperadamente. Segundos después me acerqué y con mi mano derecha acaricié su
fina cabeza. En aquel momento, su cola comenzó a menearse de derecha a
izquierda inundando todo su estrecho cuerpo de una felicidad inmensa. Unas
pocas lágrimas aparecieron en las cuencas de mis ojos y recorrieron mi rostro.
Me incorporé y me quedé unos segundos observándola.
Inmediatamente, su pata izquierda empezó a golpear mi pierna
contraria. Con ese gesto me estaba suplicando más caricias. Me volví a agachar
y repetí la acción anterior. A pesar de sus heridas y del infierno que
atravesaba, estaba feliz. Estaba feliz como un perro que había nacido en el
calor de un hogar. Y en donde todos los miembros de su familia lo habían
aceptado.
En ese momento, el veterinario y María entraron en la sala.
Sus sollozos se habían evaporado y parecía que se encontraba mejor. Por el
contrario, él permanecía muy serio.
Salí de la clínica con Veintidós en brazos. El día empeoraba y varias nubes amenazaban tormenta. La chica de la asociación me
acompañó hasta mi vehículo en una situación un poco incómoda. Sin pensarlo,
hice una pregunta que jamás debería de haber hecho.
-¿Qué te ocurría?
-Problemas en la asociación. No puedo más. Muchas veces me
he preguntado a mí misma por qué tengo la vocación de salvar a los animales. Con lo fácil que sería ver uno
muriéndose y pasar de todo como hacen bastantes personas. Pero es
imposible-otra vez rompió a llorar. Yo también me derrumbé. María era la típica
mujer en la que no te fijas cuando la conoces. Pero van transcurriendo los días y te das cuenta de
su personalidad y de su físico real. Parecía una persona increíble.
Cuando metí a Veintidós en el maletero-con todos los mecanismos
reglamentarios ya incluidos-di un abrazo a María. Ella lo recibió con sorpresa
pero a la vez con una gran gratitud. Durante unos segundos permanecimos en él
hasta que cuando nos separamos, vi su inmensa belleza. Sus ojos eran de un azul
marino oscuro precioso. Su cabello liso, castaño, enmarañado y con mechas
rubias, llegaba hasta sus hombros. En la frente sufría un perfecto giro de
derecha a izquierda. Su nariz era de un tamaño idóneo acorde con su fino
rostro. La piel no padecía ni una sola arruga ni una sola erupción. Era lisa como
la de un bebé. Todo su cuerpo desprendía un olor a fresa que invitaba a
acercarte más. Ese abrazo, fue un antes y un después en nuestra relación.
-Muchas gracias. Lo necesitaba-respondió ella.
-Verás. He estado pensando y creo que voy a ayudaros en todo
lo que pueda con La Caseta por lo
menos hasta final de verano.
-¿En serio?-un brillo inundó su mirada y su expresión facial.
Se le habían esfumado de encima 10 años como mínimo-Muchísimas gracias-me
abrazó. Éste fue incluso más intenso que el anterior.
Tras una corta despedida, comencé el camino de vuelta hacia
el pueblo. Una ligera lluvia volvió a mojar las hojas de los árboles y la
carretera comarcal. El cielo no amenazaba como antes así que me permití
aumentar la velocidad de mi coche. Tenía un control extremo y jamás había
sufrido un accidente.
Después de unos minutos llegué a mi casa. Era mediodía y
probablemente mi mujer había quedado con sus amigos en el bar de la calle del
centro por lo que decidí dar el primer paseo a Veintidós. Durante el camino no pudo
parar de mover la cola. Su felicidad era tan inmensa que cada pocos segundos me
pedía caricias. La escasa lluvia que caía en esos instantes me permitió
adentrarme en el monte. Como había demasiado barro, simplemente paseé por un
camino que lo cruzaba.
De repente, la lluvia se intensificó y Veintidós comenzó a
tirar de la correa hacia atrás. Miré en dirección contraria y vi cómo un hombre vestido
con un chubasquero ataba a su perro a un árbol y lo maltrataba a base de golpes
con un bate de béisbol. Mis piernas corrieron solas hacia el lugar de los
hechos. Sin querer solté la correa y mi galga se marchó.