Empieza mi aventura
Corría el año 2013. Me encontraba en mi casa de verano en un
cálido pueblo perdido por la provincia de Soria. Como la temporada estival ya
finalizaba, realicé el primer viaje transportando a mi ciudad las maletas de mi
mujer, por lo que sobre las 5 de la tarde me subí al coche y emprendí mi largo
camino.
El vehículo, era un Renault
Megáne rojo alquilado, ya que mi automóvil había sufrido un grave accidente
gracias a la parienta, aunque nada importante. Cargué las maletas en la parte
trasera, me despedí de ella con un beso en la mejilla, me monté en el asiento
del conductor y comencé la travesía.
Todavía en la provincia de Soria vi de lejos algo que llamó
mi atención. Observé como un hombre corría por el campo hacia su coche después
de haber removido la tierra del suelo. Mi concentración se esfumó por lo que mi
vehículo se dirigió hacia el carril contrario. Rápidamente giré el volante y me
introduje de nuevo en mi porción reglamentaria de la calzada. Olvidé aquello
tan extraño que acababa de suceder y continué hasta que pude ver lo que
ocurría.
Cuando me encontraba a escasos metros de aquel lugar, vi
cómo un pobre perro colgaba de una soga. Sus patas también estaban retenidas
por una fracción de cuerda. Lógicamente, aceleré mi automóvil y penetré en el campo.
Me bajé de él y acudí corriendo hacia el pobre animal. Durante unos segundos me
planté delante del perro sin saber qué hacer. Parecía que había muerto. Pero de
repente su pecho empezó a moverse y me di cuenta de que estaba respirando. Lo
cogí de sus extremidades posteriores para levantarlo y para que la cuerda no
continuara su horrendo cometido. Con él en brazos, saqué como pude una navaja
de mi bolsillo derecho trasero, y con ella corté la soga. El can cayó sobre mí
y yo me empotré de espaldas contra el suelo. Cuando pude incorporarme, observé
las múltiples heridas que poseía por todo el cuerpo y la extremada delgadez que
sufría. Lo cogí, lo metí en el coche, busqué desde el móvil alguna asociación
protectora y llamé por teléfono. Mientras esperaba a que llegaran no pude
apartar mi mirada de sus ojos.
Se trataba de un galgo, un galgo blanco. Por desgracia, su
color estaba muy apagado y se le notaban absolutamente todos los huesos, sobre todo las costillas. Su
pelaje era áspero y estaba muy sucio. La pata posterior izquierda sangraba y
una raja cruzaba todo su muslo derecho. Decenas de heridas, unas más graves que
otras, inundaban su esquelético cuerpo. Una de ellas llamó mi atención. Estaba
en el cuello y expresaba un color muy diferente al resto. Parecía muy profunda
y claramente era la que más le hacía sufrir. Poco después confirmé que su pata
anterior derecha probablemente padecería una fractura.
Sus ojos irradiaban tristeza. Tenía la típica mirada de un
perro asustado, abandonado, malherido y maltratado. Apenas se movía. Permanecía
inmóvil en los asientos traseros sin alejar la vista de mí. Repentinamente, su
cuerpo empezó a temblar y las pupilas se volvieron del color de su pelaje. Otra
vez, mis piernas no respondieron y me quedé quieto sin saber qué hacer. Saqué
mi teléfono móvil del bolsillo hasta que me dije: “¿a quién llamo?”. Obviamente
si telefoneaba a un hospital humano me iban a colgar al momento. Gracias a
Dios, el animal dejó de temblar y el automóvil de la protectora llegó. De él,
salieron dos personas: un hombre y una mujer. El chico presentaba un rostro de
cansancio extremo. Como si llevara sin dormir varios días. Vestía un
chaleco grisáceo, unos pantalones
vaqueros muy sucios y viejos y unas botas de monte. Por su parte, la mujer
parecía más descansada y más alegre. Llevaba exactamente la misma ropa que el
hombre, pero en versión femenina. Supuse que sería el uniforme de la
asociación, ya que el chaleco tenía bordado en la parte izquierda del pecho:
“La Caseta” con un dibujo de varios animales.
Cuando se encontraban a escasos metros de mí, el chico se
detuvo. Ella sin pararse continuó hasta llegar a mi vehículo. Me saludó, se dio
la vuelta y dijo:
-Alex, ¿qué ocurre?- en ese instante, Alex empezó a correr
por el campo. Ninguno de los dos sabíamos por qué lo hacía. Pero, unos 5
segundos más tarde, visualicé otra estructura de las mismas características que
la del perro a 100 metros de donde nos situábamos.
-¡María! ¡Trae el botiquín!- María fue corriendo al coche,
sacó del maletero un maletín blanco no demasiado grande y acudió rápidamente al
lugar de los hechos.
Yo me quedé al lado del galgo por si acaso volvían los
temblores. Continuaba sin moverse. Simplemente, me seguía con la mirada
continuamente, todo el rato pendiente de mí.
Minutos después, Alex y María volvieron conmigo y con el
perro. Por desgracia, entre sus brazos traían una mala noticia. Una muy mala
noticia. Cargaban un cachorro de galgo ensangrentado y muerto.
-¿Qué ha pasado?-pregunté perplejo ante la gravedad de la
situación.
El galgo era muy pequeño, tan pequeño que lo podías coger en
brazos y no lo sentías. También era blanco, pero con toda la sangre que
permanecía en la superficie de su piel no se podía distinguir nada más.
-Ha muerto. Tendrá entre uno y dos meses. Creemos que es su
cría-respondió Alex señalando al que permanecía en mi coche. Inmediatamente, los
tres escuchamos un lloriqueo que iba incrementándose poco a poco. Provenía de
mi vehículo. La perra (era hembra) acababa de ver a su cachorro y lo había
reconocido. Álex, María y yo nos mantuvimos sin hablar y sin movernos durante
unos cuantos segundos. Mis ojos comenzaron a derramar unas cuantas lágrimas y la mujer tuvo que sentarse en el suelo para evitar el inminente desmayo debido a los últimos hechos. Después, Álex cogió una pala de su maletero, cavó un
pequeño hoyo y enterró ahí a la cría. A continuación, y sin que ninguno se
hubiera presentado todavía, nos subimos a nuestros respectivos automóviles y
emprendimos nuestro camino hacia la capital soriana.
Ostras,me has echo estremecer de dolor.Joder que tristeza.La mama se salvo,sabes algo de ella.
ResponderEliminarNo es una historia real. Por lo que sé sí que ocurren estas cosas. Pero yo no lo he vivido. ¡Me alegro de que te haya gustado!
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