No aguantaba más. El diario en el que trabajaba le había
dado un ultimátum. O escribía algo realmente bueno para el día siguiente, o la
empresa rescindiría su contrato. Pero el cerebro no caminaba. Llevaba bloqueado
más de tres meses, desde que una terrible noticia había ocupado los titulares
de todos periódicos de su vida de aquel día.
Encendió el ordenador. Abrió Word y fijó la mirada sobre la
pantalla y el teclado. Los segundos volaban y los minutos corrían: tik, tak,
tik, tak, tik, tak, tik, tak,...
Sus dedos permanecían inmóviles sobre las letras. Algo invadió su materia gris. Escribió una palabra. “Caminaba”. De repente pensó: “¿quién camina? En mi cabeza no camina nadie”. Eso fue todo. Agobiado llamó a su madre. Lloró. Sus lágrimas provocaron goteras en el piso anterior. Pero la mujer que le había engendrado curó parte de sus penas. Colgó y volvió la vista a la computadora. Las letras no se juntaban, las frases no se organizaban. Su desorden mental era propio de un chiflado. Se levantó de la silla. Abrió la nevera y cogió una cerveza. La absorbió en dos escasos minutos. En las últimas semanas su dieta había radicado únicamente en alcohol. Alcohol barato, nada de ostentaciones. Éstas no existían en su pobre vida.
Sus dedos permanecían inmóviles sobre las letras. Algo invadió su materia gris. Escribió una palabra. “Caminaba”. De repente pensó: “¿quién camina? En mi cabeza no camina nadie”. Eso fue todo. Agobiado llamó a su madre. Lloró. Sus lágrimas provocaron goteras en el piso anterior. Pero la mujer que le había engendrado curó parte de sus penas. Colgó y volvió la vista a la computadora. Las letras no se juntaban, las frases no se organizaban. Su desorden mental era propio de un chiflado. Se levantó de la silla. Abrió la nevera y cogió una cerveza. La absorbió en dos escasos minutos. En las últimas semanas su dieta había radicado únicamente en alcohol. Alcohol barato, nada de ostentaciones. Éstas no existían en su pobre vida.
Aquella noche se dio cuenta de que su bloqueo se debía al
escaso amor que había encontrado a lo largo de estos años. Se fue a dormir.
Durante la madrugada tuvo un sueño que cambiaría toda su vida. Pero no se daría
cuenta hasta pasadas unas cuantas semanas.
Miró el reloj. Eran las 12. Habían transcurrido seis meses
desde aquel acontecimiento. El día había terminado y decidió intentar escribir
de nuevo. Sin embargo, apartó el ordenador sustituyéndolo por un
bolígrafo y un papel. Meditó y, escasos segundos después, se puso en el lugar
de un enamorado. Pero no un enamorado cualquiera, sino un enamorado perdido. Protagonista
de un cuento. Uno real. Comenzó a escribir. La inspiración había vuelto:
“Tik, tak, tik, tak, tik, tak, tik, tak,... Las manecillas del reloj se mueven. Se mueven entre miradas, caricias, abrazos,
besos. Cada instante continúan con su vida. Pero, aunque no lo exterioricen,
tienen miedo. En cualquier momento las pilas pueden agotarse, por lo que pueden
detenerse. Luego, si éstas cambian, todo será diferente. Esa es la razón por la
cual intentan aprovechar cada segundo de su existencia. Una existencia repleta
de felicidad, de sentimientos, de amor. Casi todo es perfecto. Lo imperfecto es
ínfimo, apenas se distingue entre los números que indican la hora. Pero de vez
en cuando aparece. Trunca la alegría de las manecillas pero, gracias a Dios, en
pocos instantes se marcha. Y su contrario permanece constante en el reloj.
La manecilla que
indica los segundos es la más nerviosa. Quiere que todo salga inmejorable. Por
otra parte, las otras dos son más tranquilas. Viven con calma y serenidad. Pero
no con menos atención. Unidas crean la atmósfera perfecta. Un ambiente que
provoca un transcurso pletórico de los acontecimientos. Y mientras las tres se
mueven, la más rápida grita:
“Cada segundo es una
eternidad. Una perfecta eternidad”. Juntas corean: gracias. Dan las gracias a
quiénes las han puesto en marcha. Les han dado una vida que puede ser temporal
o infinita. La más joven, es a su vez la más inocente. Por ello, siempre tiene
el pensamiento de que esas 4.368 horas, 262.080 minutos y 15.724.800 segundos
transcurridos, durarán para siempre. Nunca cesa en su coreo de guerra. Y las
tres nunca dejan de repetir su lema.
Muchas veces se
sienten intimidadas. Otras pilas están deseando que ese tiempo finalice. Para
algunas, el reloj no mide el tiempo de felicidad. Si no que cronometra la
cuenta atrás para el fin. La mayoría de las veces resulta ser así.
Sin embargo, esta
ocasión es totalmente distinta al resto. El trío está convencido de que lo
vivido durante todas estas horas no tendrá fecha de caducidad. Están más
felices, más alegres, más simpáticas. Nunca antes la mayor había dado las
gracias tantas veces. Ahora, lo grita cada instante.
El tiempo eterno
continúa. Y las manecillas nunca detendrán su: tik, tak, tik, tak, tik, tak, tik, tak,..."
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