martes, 21 de octubre de 2014

El Portón


Parpadeé. Por fin había conseguido abrir los ojos. Todo estaba oscuro. Desconocía el lugar en el que me encontraba. Ni siquiera podía distinguir los dedos de mis manos. "¿Dónde estoy?", pensé. Todo era muy extraño.
El silencio reinaba como sucedía en las monarquías absolutistas. No bajaba la guardia ni un escaso segundo. Ni permitía libertad alguna. Intenté hablar. Pero ninguna letra brotó de mis cuerdas vocales. Decidí que debía moverme. No iba a consentir que la oscuridad se apoderara de mi alma. Procuré pronunciar 'jamás', pero no tuve suerte. El único sonido existente era el de mis pensamientos. Exacto... Esos pensamientos inoportunos que provocan dolor de cabeza. Cuando conseguí disminuir su retumbante volumen, palpé el suelo con las yemas de mis dedos. Prudencia ante todo. Cuán sorprendido me quedé... Mi cuerpo descansaba sobre un manto extrañamente parecido a la hierba. Me incorporé. Di un paso. Me incliné. Volví a tocar aquello desconocido, esta vez con la palma de mi mano. El mismo tacto. ¿Césped? Probablemente. Mis nervios se calmaron y mis pensamientos volvieron a la carga. "Estaré en algún bosque. Pero, ¿qué hago aquí?". Una angustia invadió mi mente. No fui consciente del peligro. Mis piernas comenzaron a correr. El suelo no experimentaba resaltos. Tampoco malezas. Minutos después, mi corazón y mis pulmones se aliaron para exigirme una detención inmediata. Frené en seco. Agaché la cabeza. Repentinamente me di cuenta. Podía estar en cualquier lugar. ¿Y si mis pupilas habían renegado de su trabajo? ¿Me había quedado ciego? Gracias a Dios, aquella teoría apocalíptica no logró un solo argumento a favor. Una luz amarilla comenzó a parpadear a lo lejos. Rápidamente reanudé la marcha. Durante la larga carrera llegué a la polémica y analfabeta conclusión de que en aquel destino encontraría mis respuestas. Estaba equivocado. La luz se posaba sobre un precioso portón de oro macizo. El número de éste era un ocho tumbado. "¿Infinito?", pensé. La puerta deslumbraba en su conjunto. Giré la manilla, pero la cerradura no me permitía abandonar la oscuridad. Miré alrededor. El negro era el color rey en este universo. Agaché la cabeza en un desesperado lamento. Observé el felpudo. Mi mirada no había sido capaz de observar su belleza. Era un cuadro hermosísimo. No era conocido, pero el paisaje que mostraba era increíble. A la izquierda, las montañas estaban cubiertas de nieve, al igual que el campo. El sol se despedía en el atardecer, en su lucha habitual con los nubarrones. La parte derecha era completamente diferente. La fotografía continuaba, esta vez sin una sola nube. Los montes estaban completamente verdes. Y el césped estaba repleto de animales. En aquel momento me fijé en algo imperceptible. En este caso el astro estaba naciendo. No era un sol, sino una llave. A su lado, el cuadro rezaba: "el invierno no dura eternamente". Por fin abrí la cerradura de la puerta. Una luz me cegó los ojos. Pude ver una silueta perfecta. Se acercó a mí y dijo: te estaba esperando.
En aquel instante lo entendí todo. La oscuridad, el portón, el número, el felpudo, la llave en el sol, "el invierno no dura eternamente"...
Y supe quién era aquella silueta.
Mi amor.
Mi amor eterno.

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