Jueves 6 de noviembre
Noviembre avanzaba y el otoño invernal se asentaba en la
ciudad. Mi despertador sonó a las siete de la mañana. Retiré las sábanas y el
edredón y me levanté. La casa estaba helada. Inmediatamente me puse el albornoz
y me acerqué a un radiador para descubrir el porqué de tal temperatura.
Apoyé
mi mano sobre él. Estaba apagado. Todos lo estaban. Me preparé, esperé a que
llegara el portero y descendí hasta la planta baja para trasladarle una queja
educada.
-Buenos días Emilio—saludé.
-Buenos días CP—sonrió. Era un hombre de mediana edad, de
estatura baja, poco pelo en la cabeza y una barriga muy pronunciada.
-No tengo calefacción en mi casa. Me he despertado antes y
me he muerto de frío. ¿Sabes si ha pasado algo?
-Sí. Se ha estropeado la caldera central. Iba a poner un
cartel ahora mismo avisando del problema. He llamado al técnico. Hasta mañana
por la tarde no se puede pasar por aquí. Ya sabe. Contra más frío, más se estropean las cosas.
-Está bien. Avísame cuando esté solucionado, por favor—miré el
reloj—Joder. Mira qué hora es. Me voy a trabajar que llego tarde. ¡Hasta luego!—“contra más frío”… Mis oídos se habían
escandalizado. Incluso podía notar cómo una gota de sangre caía por cada uno de
ellos hasta encontrarse en mi barbilla. Pero no podía juzgarle por ello. Tenía
entendido que venía de una familia muy pobre. Durante la dictadura y la
Transición apenas habían tenido para comer. De hecho, meses atrás escuché que
Emilio había vivido en la calle durante unos pocos años. Por suerte, el
presidente de la comunidad le había hecho un favor ofreciéndole este trabajo.
Incluso le había pagado los primeros meses de alquiler. Ahora era un hombre
feliz. Más seguro de sí mismo. Y, por supuesto, una gran persona.
El cielo tenía un aspecto amenazante. No llovía pero unas
nubes oscuras colocadas estratégicamente hacían presagiar lo contrario. Y así
fue. Mientras caminaba hacia la oficina un chaparrón empapó hasta mi ropa
interior. Entre aquello y el frío de mi hogar, estaba al borde de resfriarme.
Llegué al portal del bufete. Saqué la llave. La introduje en
la cerradura. Las gotas de lluvia se mezclaron con las de sudor. Mi cuerpo
temblaba por lo que iba a ocurrir a continuación. No quería encontrarme a GI.
No me apetecía verla. Seguramente ese sentimiento sería recíproco. Así que con
paso firme subí las escaleras y entré en el ascensor. Una lejana voz femenina me
sobresaltó y me devolvió al mundo real.
-¡Espere por favor! ¡No cierre!
Sujeté la puerta esperando a que aquella mujer entrara.
Efectivamente. Era ella. Era GI. No dio tiempo a reaccionar. Cuando quise
abandonar el elevador estaba ascendiendo. No hubo otro remedio. Recorrimos los
17 segundos sin apenas mirarnos. Ni siquiera me saludó. Pero sus ojos mostraban
un sentimiento hacia mí completamente desconocido. Puede que el desprecio y la
ira se hubieran convertido en lástima. En efecto. GI sentía lástima por mí.
Agaché la cabeza y esperé a que el montacargas llegara a nuestro destino. Abrí
la puerta y le ofrecí el paso.
-Pasa tú primero. No quiero que un gilipollas me ceda el
paso—aseguró tajantemente. Entonces descubrí que en su interior todavía
albergaba orgullo y menosprecio.
“A partir de mañana pondré en marcha el plan de Mariano”,
pensé. “Voy a ser un macarra. Aún me quedan siete días para conquistarla”.
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