Sábado 8 de noviembre
Destrozado. Así me encontraba aquella mañana de sábado. Paula
me había golpeado la cara y se había marchado para no volver porque GI había
desvelado mi pequeño secreto. En mi interior estaba empezando a nacer un
sentimiento de amor-odio por ella. Parecía estar llevando a cabo una venganza
meditada durante días.
¿Por qué le importaba tanto que hubiera utilizado a esa
mujer? La respuesta era fácil. El hombre de la discoteca había cometido el
mismo acto con ella. Pero empezaba a pensar que aquello no era todo. ¿Y si ella
estaba enamorada de mí pero algo le impedía acercarse?
La alarma sonó. Eran las doce del mediodía. Mis fuerzas
habían desaparecido por completo. Pero si me quedaba en casa mi cabeza se
sumergiría en un bucle de pensamientos dolorosos. Desayuné, me duché, me puse
el traje y di un paseo hasta la oficina. Me detuve en el portal. “En cinco días
se marcha de aquí”. Suspiré. Y mi corazón aceleró su ritmo. Mi conquista había
comenzado el miércoles 29 de octubre. Ya era 8 de noviembre. Los
acontecimientos se habían sucedido con el acelerador de un Ferrari. Había roto
su móvil, había ignorado su presencia, me había interesado su vida, le había
contado mi secreto con Paula… Una lágrima se asomó tímidamente en mi ojo
derecho. Descendió por todo mi rostro hasta llegar a la barbilla. Allí se encontró
con una perilla de dos días. Muy mal cuidada, por cierto. Se paralizó unos
segundos provocando unas incómodas cosquillas sobre mi piel. De repente se
lanzó al vacío. Cayó y se estampó contra una baldosa de la ciudad. Murió.
Abrí la puerta con mi llave. Subí por las escaleras. El
ascensor me recordaba a algún que otro momento incómodo junto a ella. Llegué al
rellano e inmediatamente entré en la oficina. Estaba desierta. Era lógico. El
único estúpido que se acercaba a ella en fin de semana era yo. Me senté en mi
despacho. Apoyé los codos sobre la mesa y me tapé el rostro con las manos. No
podía más. Veía mi futuro muy oscuro. Intenté buscar el interruptor. O algún
resquicio de iluminación. Nada. Todo estaba negro. Me levanté y me trasladé
hasta la repisa de la ventana. Había comenzado a llover. Un rayo encendió
repentinamente la ciudad. Pocos segundos después, el trueno. Era mi vida en
aquel instante. Una tormenta desatada en mi interior. Inundaciones en mi
mirada. Un tornado en mi corazón…
Volví a mi sillón. Me pregunté para qué había acudido a la
oficina. No estaba trabajando. Y estaba haciendo lo mismo que en mi casa. Podría
estar tumbado en la cama con las sábanas y el edredón protegiéndome del frío.
Pero no. Había decidido ir al bufete para ahogarme en mis pensamientos.
Entonces, rompí a llorar.
Decenas de lágrimas aparecieron en las cuencas de mis ojos.
Éstas no se detuvieron en ningún momento. Recorrieron mi piel hasta caer en la
mesa. Eran gotas de vergüenza. En su interior pude distinguir la maldad con la
que había actuado, el egocentrismo que me había caracterizado, la arrogancia
con la que me había creído el protagonista de la historia… En aquel instante me
percaté de que mi malicia se había esfumado con aquel llanto. Ahora se encontraba
sobre la madera de mi mesa
.
Me incorporé. Cogí un paño y sequé el tablero. Miré el
pañuelo. Había arrollado con él todo lo negativo. Lo malo había desaparecido.
Respiré hondo. Me sentía un poco mejor. Ya no me dolía el estómago. Pero el
nudo seguía estando. Sabía que permanecería ahí hasta que conquistara a GI.
Fui al baño. Me miré al espejo. Aprecié unas fuerzas supremas
en mi interior. “CP. Tienes cinco días para conquistarla. Puedes con todo”, me
dije.
11/16
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