Dicen que los hombres somos menos sentimentales que las
mujeres, que en ocasiones nuestro corazón de hielo nos delata. Pero este no es
mi caso. Me considero una persona excesivamente susceptible y romántica
evitando en todo momento cursilerías innecesarias. También soy muy llorón.
Y
ese es uno de mis mayores defectos. Soy incapaz de abrir mis puertas a aquél
que me tiende su mano. Siempre coloco mis sollozos bajo la custodia de mi
exigente Yo interior. Los guarda en un baúl para que jamás vean la luz
brillante del sol. A veces pienso que su único objetivo es destruirme lenta y
dolorosamente.
El 15 de noviembre de 2010 mi alegría y mi futuro se
despidieron con un beso en la mejilla y otro en los labios. El aeropuerto de
Madrid fue el espectador de un adiós trágico, infernal y, probablemente,
definitivo. Sus zapatos de tacón alto caminaron lentamente hasta la fila de
seguridad. Se detuvieron y deshicieron sus pasos. Volvieron a mirarme. Mi
rostro era la imagen en vivo del encontronazo entre diferentes océanos. Uno más
oscuro que el otro. Una vocecita me aseguraba que mi vida ya no era vida. Otra
calmaba mis nervios diciendo que el tiempo todo lo cura. Y que esa locura
reinaría en mis sentimientos durante los próximos meses. E incluso años.
Sus delicados pies regresaron a su posición anterior y
sobrepasaron la cinta de seguridad. No había vuelta atrás. Sus tacones no
volverían a mirarme de frente.
Mi corazón aceleró su procesión hasta niveles extremos. Mis
piernas comenzaron a temblar. Mi alegría y mi futuro estaban próximos a
embarcar en un avión. Mi alef se
despedía entre llantos y nervios. La eternidad había desaparecido ante nuestros
ojos, cuya complicidad nos había acompañado durante tantos años, durante tantas
noches, durante tantos aniversarios, durante tantas celebraciones. El tiempo no
había conseguido apagar nuestra llama. La brisa que soplaba entre nuestros
rostros la había avivado para alumbrarnos en cada paso compartido. Pero los
segundos avanzan, y ayer, no es hoy. Y el siempre ya no es eterno.
Mi alef seguía
avanzando. No había quién lo detuviera. Hasta que se perdió entre decenas de
pares de zapatos. Unos oscuros, otros llamativos. Unos más grandes, otros más
pequeños. Unos masculinos, otros femeninos. Unos decididos, otros dudosos.
Aquél día fue el mayor punto de inflexión de mi vida. Sin
alegría y sin futuro, entré en una vorágine de sentimentalismos muy
perjudiciales para mi cordura. Pero no pude evitarlo. El delgado hilo que
mantenía mi sensatez se rompió en dos pedazos. Lo que desembocó en meses de lágrimas
y autoflagelaciones.
Dicen que todas las penas de tu vida, o casi todas, se
superan con el tiempo. Tantos años después, continúo cosiendo el hilo. Muestra
de ello es el anillo que guardo en mi caja fuerte y que jamás entregué a mi alef. Y, aunque ella no lo sepa, esa
alianza me mantiene vivo. Y me recuerda cada día que el amor es el sentimiento
más peligroso. Me recuerda cada día que el amor es la única razón de que el ser
humano siga siendo humano.
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